"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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MUGRE EL TIGRE

MUGRE EL TIGRE © Jordi Sierra i Fabra 2014 Mugre no era el tigre más elegante y limpio de la selva. Ya desde cachorro, su madre se había preocupado mucho por él. Era felino y feroz, sí, pero se metía siempre en todos los charcos y le encantaban los líos. Ya no se subía a los árboles para tratar de coger nidos, pero tanto le daba rugir de noche, despertando a todo el mundo, como pelearse con cualquier clase de animal, sin importarle que fuese mucho mayor. Una vez había regresado tan embarrado y sucio de una excursión a las cascadas que su madre le confundió con una pantera. Hasta que no se lavó no le vieron las rayas. Precisamente de lo que más alardeaba Mugre, era de sus rayas. Eran perfectas, conferían a su piel un hermoso tapiz lleno de contrastes. Las jóvenes tigresas no le quitaban ojo de encima, y él se pavoneaba ante ellas luciendo su esbelto cuerpo, tan ágil como vigoroso. Claro que eso sólo era cuando iba limpio, cosa que no sucedía a menudo. —¡Ay, no sé qué hacer con él! —se lamentaba su madre. Los elefantes le disparaban chorros de agua con sus trompas, y los chimpancés le lanzaban objetos desde las alturas. Mugre, joven y alocado, se reía de todo. Incluso del león, que por muy “rey de la selva” que fuese no lucía con tanta belleza como él. Como muchos jóvenes, de la especie que fuera, Mugre estaba un poco loco. ¡La vida era una fiesta! Hasta que un día, tras pelearse con un grupo de monos, sucedió lo inesperado. Aquella noche mientras Mugre dormía, los monos frotaron sus fosas nasales con adormidera, para que no se despertara, y por la mañana, al abrir los ojos… —Mugre, ¿qué te ha pasado? —fue el primero en preguntarle Ximbo, su tío. —¿A mí? Nada —dijo él—. ¿Por qué? —Pues porque has perdido una raya —le hizo ver Ximbo. Mugre volvió la cabeza. ¡Era cierto! ¡Había perdido una de sus rayas negras! ¡Y no una pequeña, no: la más grande, cerca de su rabo! —¡Mi raya! —se asustó mucho. Fue al lugar donde había dormido. Nada. Paseó por los alrededores, muy nervioso. El mismo resultado. Pero… ¿cómo había podido perder una raya? ¿Era posible algo así? Cuanto más corría por la selva buscándola, más sorpresas y burlas provocaba. —¿Estás mudando la piel? —se burló Ira, la serpiente. —¡Vaya, Mugre, que pálido estás con la piel tan blanca! —comentó Sardo, el búho. —¡Para una vez que vas limpio…! ¿O te ensuciabas para disimular que te faltan rayas? —dijo Milo el buitre. Mugre revolvió la selva de arriba abajo, inspeccionando hasta el último rincón donde hubiera estado el día anterior. ¿Cómo se caía una raya? ¿Podía habérsela llevado el viento? ¿Y si la lluvia había borrado su rastro? Ni siquiera se daba cuenta de que los monos le seguían por las copas de los árboles, tratando de que sus risas no delataran su presencia a ras de suelo. A mediodía fue al estanque y se miró en el agua. Estaba hecho un asco. Sin una de sus rayas ya no era un tigre. ¡Hasta las cebras tenían más rayas que él! Sería el hazmerreír eterno de la selva. “El tigre que había perdido una raya”. Triste, abatido, con la moral por los suelos, fue al encuentro de su madre, extrañada por no haberle visto el rabo durante todo el día. Nada más detenerse ante ella, la tigresa se dio cuenta de que algo le sucedía a su hijo. —¿Qué te pasa? —se preocupó. —¿No me notas nada raro? —preguntó él. Su madre le miró de arriba abajo. —No, nada, salvo que estás tan sucio como siempre —dijo. —¿Yo? —¡Sí, tú! —le increpó—. ¿Se puede saber con que resina te has frotado que hasta se te ha teñido de blanco una raya? Mugre abrió los ojos. —¿No la he perdido? —exclamó. —¡Ay, hijo, serás tonto! —estalló su madre—. ¿Cómo vas a perder una raya? ¿Crees que las tenemos de quita y pon? Y tirando de una de sus orejas, lo arrastró hasta la cascada y le empujó bajo ella, para que el agua limpiara la mancha. Ahí estaba la raya. Fue en ese momento cuando los monos ya no pudieron contener más la risa y estallaron en carcajadas. Mugre sólo tuvo que levantar la cabeza y verlos para comprender lo sucedido. ¡Le habían pintado de blanco la dichosa raya! Pero bien que aprendió la lección. De entrada porque desde entonces se lavó cada día. De salida porque puesto que era uno de los animales más bellos de la selva, se tomó muy en serio su papel desde entonces. Eso sí, la guerra con los monos fue tremenda a partir de ese día.

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